Cada mañana, mi corazón se acelera al cruzar las puertas de la oficina, no por la carga de trabajo o las reuniones interminables, sino por una razón mucho más oscura y peligrosa: él. Mi compañero de trabajo, con su sonrisa encantadora y su mirada impenetrable, se ha convertido en el centro de mi mundo, aunque él no lo sepa. Lo observo a escondidas, memorizo cada uno de sus gestos y, en silencio, anhelo cada palabra que cruza sus labios. Pero esta obsesión, que comenzó como un pequeño susurro en mi mente, ha crecido como una sombra imparable, nublando mi juicio y destruyendo todo lo que alguna vez aprecié.
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